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lunes, 5 de agosto de 2019

LA VUELTA A JESÚS


          
            LA   VUELTA   A   JESÚS   DE   NAZARET (Primera parte).

EL CAMINO DE ESPINAS DE LA IGLESIA Y LAS COMUNIDADES  HACIA EL ENCUENTRO REAL CON EL EVANGELIO.

Estamos  asistiendo a una crisis eclesial, que se enmarca en la gran crisis económica, social y axiológica causada por el sistema neoliberal capitalista que gobierna el mundo. La Iglesia española como un miembro más de esta sociedad, aunque importante por la influencia ejercida en la historia de nuestro país y que todavía ejerce en determinados sectores religiosos, educativos y sociales, está también atravesada por los problemas de la reciente crisis que  ha dejado en precario  a la ciudadanía y a las instituciones. Un ejemplo lo tenemos en el materialismo  con que algunos jerarcas eclesiásticos  manejan las situaciones internas de la institución: los frecuentes despidos,  desahucios,  la continua preocupación por el dinero y la inversión, la marginación del personal eclesiástico y laico que hasta hace poco ha venido colaborando desinteresadamente con la Iglesia diocesana y el desplazamiento laboral de trabajadores y trabajadoras a puestos de menor significación y más  control.  Todas estas acciones, reflejo de prácticas del  neoliberalismo capitalista, se han traducido en noticias  que  poco a poco van llegando a la mayoría de la población y, más concretamente, a los fieles cristianos de parroquias, colegios y asociaciones. Un determinado número de creyentes- que no sabría precisar, aunque es ciertamente alto-, está abandonando   la Iglesia desde hace tiempo, mientras que otro se muestra indiferente, prefiriendo no saber nada, a fin de que su fe no peligre al tener que digerir tan malas noticias. Hemos de tener en cuenta que las personas integrantes  de la Iglesia Católica, en su mayoría, procuran ser obedientes a su párroco y obispo  llueva o truene. Un tercer grupo lo forma una minoría de personas preocupadas por la situación de la Iglesia en general y de la diocesana en particular. Reflexionan  sobre los problemas eclesiales y procuran denunciar los desmanes  eclesiásticos  manteniendo una actitud de pesimismo  esperanzado  y activo-concretamente en Cádiz-   ante  la forma en que el obispo Zornoza y sus colaboradores  gobiernan  la diócesis. En otras diócesis, no todas, se dan problemas iguales o parecidos, que afectan al ánimo y deseo de   pertenencia eclesial de la base católica.

Hay que tener en cuenta además que la Iglesia es una institución jerárquica piramidal, donde no hay diálogo ni debate sobre las  candentes cuestiones  que le plantean   el mundo moderno y las necesidades y aspiraciones  de los creyentes. Se desconoce o ignora la autocrítica de sus dirigentes y la crítica interna. Por estas razones,  la evolución es  mucho menor que  en la sociedad. La Iglesia se ha hecho vieja.  Muchos jóvenes  están pasando su vida sin necesidad  de creer en Dios; no conocen realmente a Jesús de Nazaret, han escuchado algo, pero nada más. Para muchos de ellos, según conversaciones que llegan  a mis oídos, Jesús fue un personaje que vivió hace muchos años; que fue muy buena persona y que lo mataron por ser eso, bueno.  Los jóvenes que se van incorporando a la sociedad no lo hacen a la Iglesia, porque no les dice nada y porque las muchas llamadas técnicas y de ocio cubren aparente y provisionalmente sus expectativas y necesidades, en medio del vacío cultural, político, social y religioso en el que vivimos.

No podemos olvidar el daño que a la institución eclesial le están haciendo los delitos sexuales, realizados desde tiempo inmemorial, pero hoy descubiertos por el extraordinario avance de los medios de comunicación y las redes sociales. La pederastia, por ejemplo le ha estallado al papa y a los obispos en las manos: cientos de sacerdotes,  religiosos y algunos  obispos  han manchado su ministerio con esta lacra en todo el mundo. La debilidad de la jerarquía para erradicarla la ha llevado a la ocultación, a pedir  resignación a  las víctimas, a intentar indemnizarlas a cambio del silencio y a ignorar su dolor a pesar de la gravedad de los actos, en contra de la  moral tradicional de  la misma  Iglesia. Frente a la libertad de los hijos de Dios, estos jerarcas han impuesto la obediencia, invistiéndose de un poder sagrado ilegítimo.  Sin embargo, de nada les está sirviendo parcialmente  negar los hechos y  apelar  a  su  autoridad a la que hay que obedecer, pues  en numerosos casos se han cumplido las palabras evangélicas: “Si estos callan, las piedras hablarán” (Lucas, 19, 40).  El escándalo, pues,  está servido.

La Iglesia tiene también perdida la adhesión de la mujeres, porque el silencio ante los abusos sexuales, violaciones y asesinatos a manos de hombres es clamoroso. La jerarquía se escuda en la denominada ideología de género y con esta justificación tan débil ignora el drama de tantas mujeres. Siempre  ha querido sumisa a la mujer, consagrada a sus obligaciones de madre y esposa. Se le ha pedido infinitamente más que al  hombre, al  que se le ha reconocido autoridad sobre ella e incluso, desde este reconocimiento, se han justificado abusos de los  varones  en el matrimonio,  mientras  que   a la mujer se le aconsejaba  resignación.

En la vida consagrada las religiosas han sido siempre servidoras de los hombres. Han actuado como cuidadoras, cocineras y limpiadoras. No es extraño pues que en el último 8 de Marzo monjas y religiosas se adhirieran a sus denuncias y propuestas.

Se me ocurre pensar  que una ideología surge cuando una clase y/o un sector importante de la población de acuerdo con su género o necesidades sociales y económicas se sienten dominados, insatisfechos por el trato que recibe del resto de la sociedad o de los gobiernos y grupos dominantes. No perciben que sus derechos sean respetados y ven la necesidad de la lucha, argumentando  con representaciones de la realidad sustentadas  en actitudes y creencias de origen no totalmente racional, por emotividad y  surgidas de un condicionamiento social (*). No digo yo que la lucha de las mujeres no tenga alguna motivación de este tipo, porque todo grupo que  entra en conflicto necesita de motivaciones e ilusiones que   sirvan de fuertes estímulos  en su  compromiso,  pero el feminismo, que es el movimiento que lidera la  liberación de las mujeres del machismo y el patriarcado, es mucho más que una ideología. Tiene razones de peso para su indignación y movilización cuando asisten al triste espectáculo de tantas mujeres vulneradas en su dignidad y asesinadas por sus parejas u otros hombres. No se entiende, por tanto, el silencio de los obispos en este grave problema y que no hayan roto una lanza por más del  cincuenta por ciento de la humanidad, compuesto por mujeres. Los gritos de “si matan a una nos matan a todas” y “yo si te creo, hermana”, entre otros, no son escuchados por la jerarquía de la Iglesia, cuando son mensajes desgarradores de compañeras  ante tamaños abusos y asesinatos que no merecen ni un minuto de atención de la jerarquía católica.

Con todo este rosario  de agravios, puede parecer que no encuentro nada positivo en la Iglesia a la que pertenezco. No es así. Sería injusto si no tuviera en cuenta a los miles de voluntarios de Cáritas y otras organizaciones católicas que atienden integralmente a los pobres, ancianos, niños huérfanos, mujeres maltratadas, prostitutas, esclavas de la trata de blanca, personas sin hogar, migrantes, refugiados, misioneros y misioneras, que pierden la vida en una media de más de  mil asesinatos por año. Tampoco olvido la labor educativa y sanitaria de las instituciones y congregaciones católicas; de los movimientos obreros y de Acción católica; de las distintas comunidades, de base, populares y eclesiales, los movimientos de jóvenes, las parroquias de 24 horas, la gran labor humanitaria del Padre Ángel, etc. Pero precisamente porque en la Iglesia se dan hermosas luces y profundas oscuridades, me queda en el alma un sabor agridulce y una gran preocupación, concretamente, por la actuación de la Jerarquía, pues es el espejo en el que desde dentro y fuera de la institución se ve de forma distorsionada toda la realidad de la Iglesia, como si el cristiano o cristiana de base y  militante, no formara parte de esa Iglesia; como si sus compromisos y positivas actuaciones pertenecieran a otra realidad distinta, más allá  del ámbito eclesial, consecuencia del visión clerical de las personas creyentes e institucional de las ajenas a la Iglesia.

Estas y otras preocupaciones están en la mente de teólogos, biblistas y católicos de base que no ven otra salida ante el mosaico de valores y contravalores  que “volver a Jesús”, al Evangelio, para que la Iglesia y sus comunidades puedan sacudirse de la religión de las formas litúrgicas, aunque estas sean necesarias, pero en otro contexto, y de la religión del poder eclesiástico y clerical. Necesitamos que la Iglesia haga la síntesis aún pendiente entre  comunidad y ministerios, única forma de que se la reconozca como la verdadera continuadora del mensaje de Jesús de Nazaret; se abra al mundo, se preocupe por sus problemas y contradicciones; denuncie con más firmeza los atentados a los Derechos Humanos, sin miedo al poder, ni apego a los privilegios que este puede concederle, haciendo frente a sus obligaciones cívicas y económicas como corresponde a una institución espiritual, evangélica, que apuesta por el ser humano  y sin afán de lucro. Que erradique y denuncie los abusos sexuales, violaciones y la pederastia en su seno;  que  permita aires de libertad al interior de la misma; que  sea una Iglesia pobre y para los pobres; que acoja a los que los pasan mal cualquiera que sean sus creencias o condición, convirtiéndose así, en definitiva en la “Casa Común” de todo aquella persona, colectivo o pueblo que la necesite. Será así más creíble y podrá difundir el Evangelio de Jesús de Nazaret con la transparencia de la que hoy carece
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Cádiz, 5 de agosto de 2019.

Francisco González Álvarez