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miércoles, 29 de agosto de 2012

Necesidad de la religión verdadera



NECESIDAD DE LA RELIGIÓN VERDADERA.
Cuando los sectores más representativos de la opinión pública hablan o escriben de religión lo hacen frecuentemente  desde la perspectiva de la devoción, el culto y las imágenes. Incluso, en los sectores más críticos, a veces, se califica de “meapilas” a cualquier persona que practica una religión, y, más concretamente, la católica.  Este adjetivo sustantivado, de significado despectivo, ha venido a sustituir al más refinado “beato o beata”, que en términos teológicos significa “hombre o mujer bienaventurado”//”beatificado por el Papa”, y que popularmente se le adjudica a la persona que “frecuenta mucho los templos” o de muchas prácticas religiosas, en ocasiones, superficiales.
Nos sugiere esta reflexión la extraordinaria actuación de la comparsa “La Serenísima” del genial autor carnavalesco Juan Carlos Aragón, hace unos días en el imponente escenario de la plaza de la Catedral gaditana, principalmente, una de sus secuencias, en la que dice que: “Quien necesite de Dios porque sea devoto que le rece a dos velas, como estamos nosotros…”, como está  nuestro pueblo por los efectos nocivos  de la crisis y los recortes.
¿Por qué  esta percepción peyorativa que los no creyentes tienen de los que practican una religión? Suponemos que es una consecuencia de la visión que la Iglesia y los cristianos- también instituciones y fieles de otras religiones- hemos dado del fenómeno religioso.
Durante el nacional-catolicismo un buen cristiano era el que iba a misa todos los domingos y fiestas de guardar. Faltar a un acto religioso de carácter obligatorio como la misa se consideraba pecado venial o mortal según la frecuencia de las ausencias. Esta obligación iba acompañada  de unas normas de moral estricta en lo sexual. La responsabilidad moral por pecados sociales como el robo, la estafa, la extorsión o la usura quedaba limitada al plano de la responsabilidad personal. Desde esta forma de entender la moral social, eran frecuentes las incoherencias de los creyentes entre sus prácticas religiosas y sus actuaciones en la sociedad. No era extraño ver a alguien que, a la vez que especulaba con el precio de las viviendas en su negocio inmobiliario, comulgaba con frecuencia porque su vida era “intachable” como cónyuge, padre o vecino. Este comportamiento propio de una moral disociada resultaba extremadamente escandaloso para los no creyentes, las víctimas de tales negocios inmorales e incluso creyentes con un sentido de la justicia más integral y equilibrado. En la práctica, el canon de la moral católica quedaba vedado a los comportamientos  económicos, sociales y políticos, a pesar de la vigencia de los principios y orientaciones de la Doctrina Social de la Iglesia.
La fidelidad de la Iglesia de España al Régimen Franquista provocaba esta esquizofrenia de carácter ético al no denunciar la inmoralidad de un sistema de poder que censuraba y perseguía todo intento de defender la libertad y la justicia social.
La primavera que supuso para la vida de la Iglesia el Concilio Vaticano II, considerado como el mayor acontecimiento espiritual del siglo XX, permitió aires de renovación en la institución eclesial, su acercamiento a las aspiraciones y necesidades del ser humano, una más profunda comprensión  del amor a Dios inseparable del amor al prójimo y la preocupación de la Iglesia por los problemas del mundo moderno. La cadena de acontecimientos que llenaron de esperanza este breve pero privilegiado periodo de la vida de la Iglesia de España fue extraordinaria: la Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes, el compromiso de los movimientos y curas obreros, la proliferación de comunidades de base y de otras asociaciones cristianas que, no sólo dinamizaron la vida eclesial sino también el mundo obrero, los barrios, plataformas, sindicatos y partidos.
Esta explosión de lucha y compromiso hizo que personas ajenas al mundo católico y organizaciones laicas manifestaran una actitud abierta y colaboradora con los hombres y mujeres cristianos que militaban en los distintos campos políticos y sociales.
 Sin embargo, la intensidad del compromiso sociopolítico  no impedía que los militantes celebraran-en medio de la represión y persecuciones del Régimen- sus eucaristías y actos comunitarios de fe, cuyos signos litúrgicos se cargaban  de contenidos basados en las necesidades  y aspiraciones de los familiares, vecinos, compañeros y compañeras de trabajo y de los ambientes.
Cuando llegó por fin la ansiada democracia, muchos cristianos participaron de la ilusión de tantos españoles que  esperaban nuevos vientos de justicia y libertad. Las palabras del Cardenal Tarancón ante el Rey resonaron en el hemiciclo de las Cortes como anuncio de una nueva y respetuosa actitud de la Iglesia al proyecto democrático que se estaba gestando en España.
Todas estas circunstancias influyeron positivamente en el ánimo del mundo cristiano comprometido social y políticamente. Los militantes eran conscientes de las imperfecciones de la nueva criatura política que nacía tocada por las fórmulas de compromiso de fuerzas ideológicas muy dispares en ese momento  y se aprestaron, a pesar de todo, a una incansable tarea de construir y reconstruir las distintas realidades de la vida ciudadana.
Pasadas las primeras ilusiones democráticas, la política se profesionaliza, se agudizan los conflictos sociales como consecuencia de las drásticas y crueles reconversiones en el sector del metal. La sociedad española se conmociona no pocas veces por el terrorismo. Crece el paro y, aunque esta lacra social convive con el estado de bienestar tan laboriosamente conseguido, el trabajo disminuye progresivamente como un efecto perverso y estructural  del sistema neoliberal, sin que los responsables políticos aporten otra solución que el subsidio de desempleo. Un creciente consumismo que llega a ser desmesurado, coexiste con  la situación de paro y pobreza de varios millones de personas, confirmando este hecho los desequilibrios del sistema capitalista. Incluso, aumenta la exclusión social. A pesar de todo, casi milagrosamente, se mantiene la normalidad institucional.
En el campo religioso, la Iglesia va perdiendo la relevancia de los primeros momentos de la democracia. Nuevos vientos conservadores procedentes de Roma contribuyen a ello. Los conflictos con los gobiernos del PSOE por cuestiones bioéticas, educativas y sociales, que afectan directamente a la vida ciudadana, dividen a la opinión pública, cuando se ve a la institución eclesial muy cerca de sus causas de siempre y  lejos de los problemas de la población y de los sectores machacados por la crisis financiera. No sólo calla, sino que prohíbe la difusión del comunicado de La HOAC y de la JOC contra la Reforma Laboral del Gobierno en las iglesias de la Archidiócesis de Madrid. Creyentes y no creyentes perciben a  una Iglesia alejada  de los problemas de la ciudadanía;  de los que han perdido su vivienda a causa de la rapiña de los bancos; de los que se han quedado   sin trabajo por las leyes laborales injustas; de las víctimas de los especuladores financieros; de los familiares; de los discapacitados despojados  de las necesarias  ayudas económicas en estos casos,   o de centros que los acojan;   de las mujeres que son asesinadas a manos de sus parejas… Este conjunto de omisiones eclesiales  perjudican sensiblemente la misión de los movimientos obreros católicos, asociaciones cristianas y comunidades de base, que se perciben  cada vez más aislados por la falta de apoyo al interior de la Iglesia, el alejamiento progresivo  de ésta  de los sectores más dinámicos de la sociedad y el rechazo  por parte de militantes laicos  de todo lo que “huele a Iglesia”. Cáritas y Manos Unidas mantienen el tipo, a pesar de todo, con su ingente y muy valorada  labor en favor de los pobres.
Recordando, finalmente, la secuencia citada de “La Serenísima” y otros tantos juicios de valor que corren por ahí sobre la fe y la religión, no se nos ocurre nada más que reconocer la necesidad de un culto más austero en tiempos de necesidades y lamentar, al mismo tiempo, como aquellos profetas del Antiguo Testamento la incomprensión de nuestros contemporáneos y de la mayor parte de la jerarquía católica a  la misión de los militantes cristianos en medio del pueblo.
¡Qué pena que el verdadero rostro de Jesucristo y su mensaje de liberación quede vedado a la opinión pública, a los intelectuales y artistas  del pueblo y a la gente sencilla por imágenes deformadas que nada dicen de su entrega a los pobres, enfermos, mujeres,  niños y demás rechazados de la sociedad, denunciando la postración de estos colectivos a causa de la injusticia!
¡Qué pena que  el testimonio  de hombres y mujeres, simples militantes y voluntarios de organizaciones minoritarias cristianas no sea más conocido para desterrar esa falsa imagen de que la fe y vida cristianas se reducen al culto, la devoción y “unas velas”!
Francisco González







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