¿Quién puede negar la sugestión que la lectura del pasaje evangélico de Mt, 2, 12, en la celebración de la Epifanía del Señor, producía en nuestros espíritus infantiles e, incluso, ahora, en pequeños tan avisados e informados por los avances de la tecnología y de la información? Y, sin embargo, el texto evangélico no fue escrito exclusivamente para niños. En lo maravilloso y simbólico de su estilo, propio de la cultura antigua, se refleja un profundo contenido en el que se anuncian los aspectos más característicos de lo que iba a ser la vida y obra de aquel niño conocido más tarde como Jesús de Nazaret.
Unos magos,
sabios y poderosos extranjeros, guiados por una estrella, signo luminoso de la
Providencia, encuentran al Niño de Belén en un precario hogar, rodeado de
amenazas y peligros por la mano asesina de Herodes, circunstancias que
presagiaban lo que iba a ser su vida. Sienten
una inmensa alegría y lo adoran. ¡Qué contradicción, no sólo para la sociedad
de aquel tiempo, sino también para la nuestra, la actitud de aquellos hombres instruidos y poderosos
postrándose ante un humilde bebé, y, para mayor contraste social, el ser
extranjeros! Si enlazamos este relato de la Epifanía con el de Lucas, 2,1-14,
de la Natividad del Señor advertiremos con claridad el carácter periférico de
de sus mensajes: “En aquella región había unos pastores que pasaban la noche al raso, velando por turno
su rebaño”. Ellos también reconocieron la grandeza del aquel niño por
inspiración de los ángeles. Independientemente de la posible historicidad o no
de algunos detalles, el mensaje se define rotundamente: a Jesús lo adoran los
humildes, representados en la figura de los pastores y extranjeros venidos de distintas latitudes, en la figura de los Magos. La extraordinaria manifestación
de Dios en un niño, originalísima presencia del Todopoderoso, desconocida en
otras religiones, se manifiesta hacia la periferia.
Es lo que ciertamente hizo Jesús en su vida
adulta, apasionado del Reino de Dios,
mensajero del Dios misericordioso y
compasivo, y, por tanto, lento a la cólera, anuncia la Buena Noticia de que “los últimos serán los
primeros” (Mt 10,31); “los pequeños serán grandes” (Mt 18,4). “Se curarán los
enfermos y oirán los sordos” (Mt 11,5). “Los pecadores serán perdonados” (Mt
6,14). “Los oprimidos serán liberados (Lc 4, 18). “Serán saciadas toda hambre y
toda sed” (Lc 4,18). En definitiva, un
intenso y sugerente programa también para el mundo actual, cuya periferia
conocemos bien, poblada por desempleados, desahuciados, pobres, mujeres y niños
maltratados, entre otros excluidos del sistema; extensa legión de víctimas en
una sociedad injusta, obsesionada por el dinero y la rentabilidad, y que
merecen y necesitan de nuestros cuidados y denuncias de sus males, tal como
hizo Jesús en la sociedad de su tiempo.
Sin embargo,
la parcialidad evangélica en favor de
los desubicados y empobrecidos de este mundo, no nos debe hacer perder de vista
que el mensaje de Jesucristo es universal y se dirige, por tanto, a todos,
hombres y mujeres, porque en Él “se cumple el acontecimiento decisivo de la
historia de Dios con los hombres” (Catecismo, página 17). Así que, desde esta
universalidad, hemos de saber cómo orientarnos y caminar, si desde el centro a
la periferia para acoger a los necesitados e indigentes, o en la misma
periferia siendo acogidos en nuestras necesidades. La orientación de nuestro
camino dependerá, por tanto, de los dones y bienes que hayamos recibido y estemos decididos en
conciencia a compartir.
Francisco González Álvarez.
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