Miro por mi ventana y veo a
mi vecina la palmera
más esbelta que en
otras ocasiones. Por fin ha sido podada como al resto de sus compañeras
de
alrededor.
Ha perdido su frondosa cabellera, repleta de ramas verdes
antes de la poda, pero también otras que habían dejado de lucir su verdor a
causa del profuso sol de temporada.
Me da alegría verla tan alta y grácil, como si presidiera el
trasiego de esta avenida de Las Cortes, convertida en miniautopista por el continuo transitar de
vehículos que acceden, a veces sin limitación de velocidad, por el puente nuevo
al centro urbano y puerto de Cádiz.
Detrás de la palmera, a modo de decorado, luce su blancura,
alterada por el azul de sus
ventanas, la Casa de las Cortes. Nuestra palmera domina la
situación, pues es tan alta como el edificio que le sirve de fondo.
Un ligero viento mueve sus ramas y las del resto
de sus hermanas que la acompañan en la avenida, creando una realidad en las alturas
que nada tiene que ver con el transitar de personas y de vehículos que
circulan a ras del suelo.
Esa dualidad de realidades me hace
pensar que en la vida es necesario mirar también hacia arriba, observar la copa de los árboles, el azul del
cielo, las nubes que se desplazan lentamente, y el
vuelo de los pájaros. Solo así se abrirá nuestra vista a otros espacios y
nuestro corazón a la sensibilidad que suscita en nosotros la naturaleza.
Finalmente, la razón podrá captar y contemplar la realidad de nuestro pequeño
mundo, no solo de tejas para abajo, sin también en las alturas, donde el
espíritu se ensancha, la vista abarca nuevos horizontes y se aspira un halo de libertad
sin límites.
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