LAS MUJERES, ‘APÓSTOLAS’ DE APÓSTOLES, FUERON LAS PRIMERAS
TESTIGOS DE LA RESURRECIÓN DE JESÚS.
Una lectura atenta de Mateo
28, 8-10 nos hace ver la importancia de las mujeres como testigos de
la resurrección de Jesús. Movidas por el amor a su Maestro, fueron corriendo al sepulcro. Con miedo y
llenas de alegría, anunciaron a los apóstoles que Jesús había resucitado.
Lucas, en 24 1-12, nos dice que las mujeres fueron al sepulcro “llevando los
aromas que habían preparado”; se supone que era para ungir el cadáver, y al no
encontrar el cuerpo de Jesús se sintieron “desconcertadas y despavoridas”. A
continuación, se les aparece Jesús y les dice que no teman, recordándoles sus palabras
acerca de que el Hijo del Hombre iba a ser entregado, ser crucificado y que al
tercer día resucitaría. En el texto de Mateo también se narra la aparición de
Jesús resucitado a las mujeres, a las que les pide que se alegren y que les
digan a sus hermanos que los verá en Galilea. Ellas transmiten todos estos acontecimientos a
los apóstoles, encerrados por miedo a las autoridades judías, pero las toman
por locas y no las creyeron. Era natural: las mujeres no gozaban del crédito
necesario para ser creídas como testigos, porque eran las últimas en la escala
social. Finalmente, Pedro se decide a ir al sepulcro a toda prisa (Lucas). En
Jn 20, 1-9, al avisar María Magdalena que la piedra del sepulcro estaba removida, son
el discípulo amado y Pedro los que acuden corriendo a la sepultura de Jesús.
En todos estos episodios las mujeres amigas de Jesús ocuparon
un lugar central. Consuelan, confortan y anuncian la resurrección a los
seguidores más próximos a Jesús, atenazados por el miedo y la desconfianza. Cierto
que la opinión del pueblo de Jesús no cambió respecto al trato igualitario y
digno que había que dar a las mujeres, a pesar de que él dio un gran ejemplo
haciéndose acompañar por mujeres en calidad de discípulas[1]:
Salomé, la madre de Santiago y Juan, hijos del Zebedeo; Juana, la mujer de
Cusa, un administrador de Herodes, María de Magdala (María Magdalena), Susana,
Marta, su hermana María, etc. El movimiento fundado por Jesús acogía a hombres
y mujeres, en igualdad de mensaje, moralidad y funciones a desempeñar, en
contraste con los rabinos de su tiempo, que no permitían a estas últimas pertenecer
a sus escuelas rabínicas. Jesús siempre las trató con delicadeza,
como se puede comprobar leyendo algunos pasajes del Evangelio, en los que
aparece conversando con ellas o curándolas de sus dolencias físicas y mentales, Particularmente, con las mujeres de su grupo mantuvo una permanente relación de diálogo y escucha.
[2] Sus
gestos de amistad y comprensión para con ellas fue el precedente de su duelo por la
pasión y muerte de Jesús y la presteza con que acudieron al sepulcro aquel día
de la resurrección.
¿Qué ha pasado entonces en la Iglesia para que las mujeres
estén tan marginadas, a pesar del ejemplo de Jesús y lo que nos han transmitido
los evangelios? ¿Cómo es posible que no puedan acceder a los ministerios y
responsabilidades de la Iglesia, salvo la tímida apertura de Francisco,
limitado por la curia y obispos conservadores que temen un profundo cambio de
la Iglesia con la irrupción de las mujeres? Produce desazón ver esas reuniones
de hombres con sus ropas talares, sin que una sola mujer pueda participar en
las mismas. Tales escenas reproducen una realidad en la que algo falla, y mucho.
Las mujeres superan el cincuenta por ciento de los miembros de la Iglesia e
injustamente no tiene representación alguna en los órganos de decisión de la
institución eclesial. Ocurre un hecho parecido con la nula o escasa representación
de los laicos en general; lo que demuestra que la jerarquía de la iglesia es
una institución machista y clericalizada, constituida por hombres, que, necesariamente
han de ser clérigos, con distintos grados de autoridad, que deciden por la
mayoría del Pueblo de Dios.
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