EN UN
MUNDO VIOLENTO, SI QUEREMOS LA PAZ, NO HAGAMOS LA GUERRA.
Asistimos de cerca o de lejos a una violencia que no debería
ser considerada necesaria, pero que se articula desde el afán de poder de los
dirigentes y el silencio culpable o responsable de la ciudadanía, bien porque
está de acuerdo con las tesis de sus gobernantes y colabora sumisamente con el
poder, o bien porque calla impotente ante las durísimas agresiones de quienes
detentan el poder y dominan los conflictos entre naciones cercanas. Un sector
importante de la población mantiene una actitud indiferente ante los conflictos,
como si las heridas de la violencia no llegarán a afectarle nunca, y otra, más
aguerrida, responde a la violencia institucional del Estado o del Gobierno
también con violencia. De todas formas, ¿cuántos
ciudadanos y ciudadanas de los países invasores se atreven a protestar por las acciones perpetradas por
sus gobiernos en otros estados?
Por la enorme diferencia
de fuerza militar y represiva entre los contendientes, la experiencia
deriva por la parte más débil en actos terroristas contra las poblaciones. Ante
la losa de la dominación, este comportamiento de reacción es la causa principal
de los conflictos internos o vecinales, que suelen terminar con numerosas
pérdidas por ambas partes, pero, sobre todo, en el bando que se subleva al
poder injusto y criminal. No podemos obviar aquí los daños colaterales que
causan los distintos tipos de enfrentamientos, que se materializan en víctimas inocentes,
destrucción de hospitales, escuelas y viviendas particulares. Ciudades y
comunidades enteras quedan totalmente arrasadas
También se producen conflictos armados entre etnias,
religiones y grupos políticos de un mismo país. La marginación, la falta de
libertad religiosa, el enfrentamiento entre confesiones religiosas y los golpes
de Estado son causas y motivos de peso de rencillas interminables, golpes de
mano terroristas, asesinatos y genocidios entre distintas comunidades.
Hemos hecho mención anteriormente a incidentes muy serios
como las invasiones de países por otros, vulnerando el derecho internacional
soberano de los pueblos justificadas por motivos fútiles de naturaleza
ideológica, por una pretendida necesidad de defensa de la integridad
territorial y seguridad del país invasor, sin que tales recelos tengan
fundamento en la mayoría de los casos. Los oscuros intereses de los jefes de
Estado y de Gobierno, con la única intención de perpetuarse en el poder,
mantener sus privilegios económicos o dominar geoestratégicamente determinadas
zonas del mundo, conforman la vida política, económica y social de grandes
áreas geográficas, a la vez que desestabilizan otras más estables.
Todos estos conflictos-guerras, actos terroristas, atentados,
agresiones entre países- impiden el
desarrollo normal y progresivo de la Humanidad. La parte primitiva del cerebro
humano, el sistema límbico, denominado también “cerebro reptil”, donde
funcionan los instintos básicos de búsqueda de comida, deseo sexual, dominación
e impulsos de agresión y huida, pone en marcha mecanismos de depredación,
venganza y exterminio, a la vez que la conciencia, rectora de los actos morales,
queda solapada o adormecida; lo que hace imposible en muchos casos el diálogo y
la voluntad de paz en distintas partes del mundo.
Contrastan estas situaciones plenas de agresividad y
violencia con todas las teorías sobre la paz de la filosofía social y política,
los mensajes y exhortaciones de algunas religiones y las justificaciones y
argumentos en favor de la paz en muchos contenidos de las ciencias sociales-
sociología, psicología e incluso en la naturaleza profunda de justicia económica
de las economías del bien común y de comunión. Pero, a veces, hay un abismo
entre las teorías que el hombre crea, sabe o aprende y los compulsivos impulsos
de quienes tienen en su mano la posibilidad de aminorar los conflictos,
conseguir acuerdos de paz, restituir lo incautado y construir lo destruido; en
definitiva, cerrar heridas, aplicando tratamientos balsámicos y eficaces que
conduzcan a la paz duradera.
¡Qué lejos queda la aspiración del filósofo Enmanuel Kant, en
su opúsculo “Sobre la paz perpetua”, escrito en 1795, hace ahora 228 años! Aunque
es cierto que Kant admite ante un peligro o amenaza grave la licitud de la
guerra preventiva debido al estado de naturaleza del ser humano, con
manifestaciones de primera agresión y amenaza, que hacen lícita la preparación
de la defensa ante las conquistas territoriales del Estado invasor, se opone,
sin embargo, a que la guerra tenga como finalidad el exterminio, dominación y
castigo del adversario.
Para Kant, la solución a la guerra y la consecución de la paz
reside en la superación del estado animal agresivo y violento del ser humano,
mediante un proceso de asociación de los Estados, que vaya acercando a la
Humanidad a esa utopía, posiblemente inalcanzable en su totalidad, que es la
paz perpetua.
Han pasado 228 años desde que Kant escribió su opúsculo y ha
habido tiempo, para eliminar las agresiones a la soberanía de los pueblos, a
las comunidades y a las personas, cuya dignidad es incuestionable. Es más, en
este periodo de tiempo, se han podido buscar medios económicos, sociales, de
conocimientos políticos, filosóficos y de la teología liberadora para evitar la
guerra preventiva.
¡Pero ya vemos cómo distintas partes de nuestro mundo son
auténticos infiernos, que contemplamos, no sin dolor, pasivos y expectantes, los
que, por ahora, sufrimos menos sus efectos!